martes, 20 de diciembre de 2011

Fistros y monstruosidades varias

Porque solamente existe una atrocidad aún mayor que la foto del DNI: la de la orla. ¿Alguien puede explicarme de qué jefe de estudios masoca/cabrón/sediento de venganza fue la gran idea de llenar los pasillos de rostros grasientos y hormonados?

No es nada agradable entrar a primera hora al instituto (que de por sí el simple acto ya resulta vomitivo) y encima encontrarte con el careto de algún lumbreras al que el día de la foto lo iluminó nuestro señor con su halo divino de sabiduría suprema y decidió elaborar una especie de tupé fallido con el que malgastó al menos tres botes familiares de brillantina; después de esta escena de lo único que tienes ganas es de encerrarte en el váter más próximo a llorar murmurando frases trascendentales acerca del sentido de la vida y preguntándote hacia donde nos lleva esta nuestra existencia y si vale la pena seguir postergando esta vida de dolor y sufrimiento.

¡Qué manía con hacer experimentos ese día precisamente! ¿Es tan difícil ir “normalito” a clase el día de la foto? Y cuando digo “normalito” también incluyo evitar parecer un conguito/haber sufrido una insolación en cuestión de 24 horas, fruto de un costoso trabajo restregando maquillaje contra la piel, ¡Que pareces Baltasar! Después no te quitas eso de la cara ni con el fairy…

En realidad toda la culpa no es de uno mismo, ni mucho menos, tranquilo que si hay tres personas para hacer las fotos a ti te tocará el más inútil de todos, vamos o es inútil o tiene fijación enfermiza por el cubismo porque te echará el flash en el momento que cruces los ojos, tu cuello esté en ángulo raro o simplemente estés mirando al infinito cual estampita de santo milagroso.

También puedes tener el grado máximo de mala suerte ese día (fruto de alguna práctica aborigen relacionada con el vudú y/o rituales satánico-tribales) y que la madre naturaleza te dote con todo su paquete de ofertón en granos. A esa gente hay que tenerle mucha pena y respeto, debemos apoyarles moralmente y psicológicamente porque hablando en plata, eso sí es una putada, el grano decorando tu cara por los siglos de los siglos.

Pero lo mejor de todo esto es el destino final de las orlas, sobretodo el de las más antiguas (sí, esas en las que aparece gente sacada de la serie “Cosas de Casa” o en su defecto de “El príncipe de Bel-Air”, con pañuelos de discotecas garrulas, la raya de los ojos pintada hasta la nuca, cadenas de perro doradas al cuello y/o gafas de pantalla que ocupan media cara y ayudan a mantener el anonimato de los afectados) que acaban abandonadas cual perro sarnoso en el pasillo más dejado de la mano de Dios (y de la de las señoras de la limpieza).

Aunque las orlas siempre han sido un apartado traumático de nuestras vidas tenemos que aceptar que no todo es malo, intercambiar impresiones sobre el gran abanico de posibilidades en caretos que nos brinda la vida cuando se trata de esta cuestión es siempre una actividad relajante y moralizadora en un pequeño descanso después de horas [ejem, ejem] estudiando.

Y si con esto aún no tienes bastante, piensa que además de poder burlarte del empollón de turno, del garrulo de clase y de la guarrilla reconocida y públicamente repudiada de la última fila también puedes admirar la expresión deforme de tus profesores cuando aún tenían pelo, lucían un precioso bigote o simplemente parecía que los habían cebado cual cerdo preparado para la matanza.

¡Ah! Y si en la foto de la orla sales mal que no cunda el pánico, en la del DNI estás aún peor.

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